Aunque técnicamente no es mi abuela, sino que es la hermana de mi abuela, ella es mi abuela.
Amparo Dietta tiene 89 años, sevillana que no ha perdido el acento ni la gracia ni la mala leche, la Tía Amparo me ha criado y es mi “compañera de piso”.
Desde que me mudé a Madrid vivo con ella, pero con estas cosas de la cotidianeidad, algo tan extraordinario como compartir piso con tu abuela se hace normal y había dejado de pensar en ello hasta que, ahora que me enfrento a mudarme a Barcelona una temporada, he empezado a darme cuenta de lo que se ha encorvado de su espalda, de lo profundos que son sus besos, y lo genuino de su sonrisa semi-desdentada.
Y lo cierto es que Amparo (o “la Amparoto”) y yo nos llevamos a matar y nos llevamos a amar.
Amparo y yo no hablamos, nos gritamos; cuando la beso porque salgo a la calle ella me dice “Ea, que la Magdalena te guíe por un zarzal”; cuando nos levantamos a las 6:30 de la mañana porque “tenemos que ser las primeras” en la cola de los análisis se me olvida que yo soy (supuestamente) una persona de mañanas, pero cuando al terminar le pongo las porras con café delante y un simple desayuno se convierte en el punto de luz de su semana, pues dejo de acordarme por qué estaba enfurruñada.
Yo convivo con dentaduras postizas sobre la encimera de la cocina y ella con mis tangas; a ella le encantan los congelados de la sirena y cuando yo me hago quinoa “eso no es comida de verdad”; por las tardes las telenovelas se concatenan desde el salón y los musicales y la música indie desde mi cuarto; su disciplina milenaria choca con mi caos entrópico.
Y no os voy a mentir, vivir con mi abuela no es fácil, pero a la vez es un chollo. Vivir con Amparo es como la propia Amparo, de carácter difícil y con bastantes aristas producto de la edad, pero al mismo tiempo sé que sus “te quiero con delirio” (que me los dice) son uno de los amores más incondicionales y genuinos que yo conoceré en esta o en cualquier vida.
De ahí la necesidad acuciante de hacerle fotos y compartirlas aquí, porque lo cierto es que yo también adoro a mi Amparoto con delirio.
Amparo Dietta tiene 89 años, sevillana que no ha perdido el acento ni la gracia ni la mala leche, la Tía Amparo me ha criado y es mi “compañera de piso”.
Desde que me mudé a Madrid vivo con ella, pero con estas cosas de la cotidianeidad, algo tan extraordinario como compartir piso con tu abuela se hace normal y había dejado de pensar en ello hasta que, ahora que me enfrento a mudarme a Barcelona una temporada, he empezado a darme cuenta de lo que se ha encorvado de su espalda, de lo profundos que son sus besos, y lo genuino de su sonrisa semi-desdentada.
Y lo cierto es que Amparo (o “la Amparoto”) y yo nos llevamos a matar y nos llevamos a amar.
Amparo y yo no hablamos, nos gritamos; cuando la beso porque salgo a la calle ella me dice “Ea, que la Magdalena te guíe por un zarzal”; cuando nos levantamos a las 6:30 de la mañana porque “tenemos que ser las primeras” en la cola de los análisis se me olvida que yo soy (supuestamente) una persona de mañanas, pero cuando al terminar le pongo las porras con café delante y un simple desayuno se convierte en el punto de luz de su semana, pues dejo de acordarme por qué estaba enfurruñada.
Yo convivo con dentaduras postizas sobre la encimera de la cocina y ella con mis tangas; a ella le encantan los congelados de la sirena y cuando yo me hago quinoa “eso no es comida de verdad”; por las tardes las telenovelas se concatenan desde el salón y los musicales y la música indie desde mi cuarto; su disciplina milenaria choca con mi caos entrópico.
Y no os voy a mentir, vivir con mi abuela no es fácil, pero a la vez es un chollo. Vivir con Amparo es como la propia Amparo, de carácter difícil y con bastantes aristas producto de la edad, pero al mismo tiempo sé que sus “te quiero con delirio” (que me los dice) son uno de los amores más incondicionales y genuinos que yo conoceré en esta o en cualquier vida.
De ahí la necesidad acuciante de hacerle fotos y compartirlas aquí, porque lo cierto es que yo también adoro a mi Amparoto con delirio.